Mingus


Por Facundo Carmona

Wayne Rodgers esquiva el primer golpe destinado a su mandíbula con una habilidad sorprendente. Su cuerpo aún recuerda la infancia en Tucson, el hostigamiento de su padre y las privaciones del ghetto. Aunque tal disponibilidad no alcanzó para evitar el segundo puño, que se incrusta en su estómago con la fuerza de una maza hidráulica.

El oponente lo mira y ríe a carcajadas. Mientras que una vibrante risotada nace en lo más profundo de su cavernosa caja torácica. Festeja feliz el ocurrente golpe. Su cuerpo también dispone de habilidades que exceden el talento que detenta como bajista. Charles está contento, hace tiempo que no es tan feliz, su amor se contagia al resto de la Sala A de los Estudios X que también carcajea de forma indócil.

El clarinetista Wayne escapa de una pertinaz lluvia de hielos, mientras que el whisky vuelve a danzar entre los vasos de la banda. No da crédito a lo que ven sus ojos, una fiesta salvaje se materializa en la sala y la música invade hasta el último espacio disponible. El cacique de la tribu echa a los últimos elementos que llamaban a sosiego y comienza a tocar con una pasión abrasadora, tensando las cuerdas de su contrabajo al máximo de su complexión.

El Quinteto se ha diezmado, los pocos curiosos y directivos que quedaban escapan, como cucarachas, por los pasillos de los Estudios X. Tan solo Tony Morello y dos secretarias de color son aceptados en el festejo. Mientras tanto, los cuerpos de los músicos se contorsionan sobre los instrumentos, Mingus grita, golpe de timón, el tempo se hace más rápido, se amplifican los sonidos. La música sigue hasta entrada la madrugada. Esa noche han nacido melodías que precederán a sus intérpretes, momentáneos jugadores, en su etérea belleza.

Dave Brubeck: White Jazz


Por Facundo Carmona

En el bien pensante mundo del jazz parece ser que estar vivo y ser blanco es un pecado imperdonable. Tal es el caso de Dave Brubeck que a sus 87 años sigue deslumbrando a la audiencia en esporádicos recitales, así como también sigue siendo denostado por parte de la crítica especializada.

Se dice que el artista de jazz está constantemente oscilando entre dos orillas: una popular, producto de las raíces del género y otra intelectual, plegada al vanguardismo del mismo. Pero esta es una división odiosa y especulativa, producto del trabajo del analista cultural que condena o beatifica por medio de un artificio de enclasamiento. Que marca con un sello ISO 9001 aquello que merece ser llamado auténtico en el terreno de la música. Donde un día la condena es a la llamada alta cultura y se beatifica lo popular sin mínima reserva, y al otro día se recurre a la ecuación inversa sin un leve rubor de mejillas.

En definitiva las discusiones son siempre las mismas: si hay un arte auténtico y quién tiene la última palabra sobre la verdad del arte. ¿Existe esto? ¿La posibilidad de un arte auténtico en detrimento de otro que cargue con la marca de la inautenticidad? Aquí no interesa dilucidar un problema de tal magnitud. Para esa tarea existen voces gustosas de cantar loas a la buena cultura.

Aquí tan solo se centrará la mirada en Dave Brubeck, pianista, compositor e interprete; como padre de dos discos memorables: Gone With The Wind y Time Out. Ambos grabados en 1959 con el aporte del genial Paul Desmond en saxo.

DB nació en 1920 en la ciudad de Concord (California) donde se crió en el seno de una familia burguesa y religiosa. De chico no fue abusado sexualmente, no se le murió un hermano ahogado, no trabajó en plantaciones de algodón, no veía a sus hermanos cantar gospel, ni aprendió a tocar el piano con un negrito andrajoso del profundo Mississipi.

Dave era un niño adinerado que tocaba en su piano música clásica, que combatió en la Segunda Guerra, donde se hizo el tiempo de organizar una pequeña orquesta militar, y que de adulto no perteneció a ninguna vanguardia (salvo un octeto experimental de corta vida). Y, como tantos jóvenes de su época, un día se cruzó con la magia de Duke Ellington, trastocando su vida de manera radical. La música del pianista de Washington lo decidió a abandonar la música clásica y comprometerse definitivamente con el jazz. Hasta aquí es entendible que una biografía así no despierte mayor interés en la crítica ni en los realizadores de películas multimillonarias.

Sin embargo la música de Dave ha escrito una de las mejores páginas del Siglo XX. La calidez de su música, la prolijidad de las interpretaciones y el groove (la onda, en criollo) con es representada lo ubican como uno de los mayores exponentes del cool jazz. Basta para ello escuchar la deliciosa versión de Georgia On My Mind de Ray Charles grabada con su cuarteto en Gone With The Wind. ¡Si hasta el propio Ray se sacó el sombrero! La dulzura con que es tocada la pieza, la introducción con la melodía del piano a la cual de forma sutil se le agrega el bajo, saxo y batería logran uno momento experiencia sensoria única.

Acto seguido la desfachatez se hace presente con Camptown Races de Stephen C. Foster (1826-1864), una melodía para niños del S. XIX repetida por dos, que electriza y divierte. El lector que peine sus primeras canas podrá hacerse una idea de ésta pues es la canción que cantaba el Gallo Claudio en los cartoon. Hacia mediados del S. XX poner una canción para niños en un disco serio era mínimamente arriesgado. Basin’ Street Blues, Gone With The Wind derraman buen gusto y diversión, la última con elementos de la música europea cierra el disco homónimo de forma magistral.

Time Out sea tal vez, junto con Kind of Blue de Davis, uno de los discos más representativos del cool. Por su masividad, por ser fácilmente audible y también por el apoyo del gobierno de los EEUU. Pero esa es una historia que quedará para otro momento.

La apertura del disco con Blue Rondo allà Turk esta cargada de sinergia épica al uso de Maurice Ravel. Golpea y mucho, golpea fuerte en el medio del pecho saliendo un poco de la estructura armónica del cool. Aunque la misma es recuperado en el relajado Strange Meadow Lark. Es interesante escuchar la versión de Blue Rondo, enorme y magnificente, hecha por el trío inglés Emerson, Lake & Palmer en el tradicional festival de la Isla de White (1970). Una versión rara y eléctrica con componentes del futuro rock progresivo insular.

Pero la pieza que proyecta definitivamente al cuarteto es Take Five. Un clásico del jazz, mal que le pese a muchos. Un tema pequeño, prolijo y sensual que da en el clavo de todo arte: generar una experiencia erótica, placentera en el oyente. Ese es jeite, que una melodía pueda ser gozada por oídos inexpertos, por oídos que tan solo quieren escuchar, es el gran logro de Brubeck.

La música de Brubeck logra que se la incorpore a los repertorios cotidianos del gran público. Una virtud que puede transformarse en intolerable para aquellos buscadores de cánones áureos.

Los temas mencionados, más los restantes que completan los 15 totales de los dos discos, abren la posibilidad de una experiencia erótica, de placer sensual con las armonías. Muchas veces lo espurio, lo simple y lo medido generan un goce directo, inocente, que no necesariamente se liga a una capacidad intelectual… O de clase. Se pueden disfrutar los saltos de Giant Steps y entender la belleza de la melodía, pero también lo logra la presunta superficialidad de Take Five sin la sofisticación armónica del genial Coltrane.

La única recomendación para escuchar a Dave Brubeck es poder querer prestar oídos de mozalbete a la música que nos llama con el mismo ardor y pasión que hace casi 50 años atrás.

Banda Black Rio: Negritos con Onda en Rio de Janeiro.


Si vivís en Buenos Aires, los domingos de invierno pueden llegar a ser, como mínimo, aburridos y monótonos. El desolador paisaje de edificios y cielo nublado, la humedad al 100%, el frío y la garúa finita que cala los huesos, nos invitan a permanecer guarecidos en nuestros hogares. Ni hablar cuando no hay fútbol, novia/o o asado familiar que nos ayuden a aligerar la congoja que esconde el primer día de la semana.

Pero, ¿Cómo paliar esos días de angustia? ¿Existe alguna solución para esto? Una posibilidad, que no contempla el suicido, es la música y los libros. El tema es que no todos los libros y los discos son convenientes para esas jornadas. Intenten leer El Astillero, o escuchar a Joy Division, un día gris y mohoso. No es una elección conveniente. No se recomiendan libros aquí, pero desde ya se sugiere dejar Onetti para otra fecha, así que nos abocaremos a la música.

La banda que nos va a liberar durante unos escasos minutos de la embolia dominguera es Black Rio, formada en 1976 en la ciudad de Río de Janeiro. ¡Qué mejor que un poco de efervescencia brasilera! Los Black Rio han logrado mixturar influencias propias de la cultura carioca, como la samba, con elementos del funk, del soul y del disco de los 70. Si los tuviese que definir en una palabra no podría. Tampoco en dos. Y si fuese en tres sería: glamour funkie brasileño. Música divertida, temas bien tocados y ese toque tropical que los brasileños tan bien saben llevar adelante. Una genialidad.

Imagínense poner en una coctelera a James Brown, Marvin Gaye y un kilo de Carmen Miranda, bananas, mangos, frutillas, cachaça y samba callejera. Una molotov, empalagosa y destructiva. Bueno, así de indigestos y nocivos son los Black Rio. Una especie de tropicalismo del funk y el soul, pero sin el farsante seductor de cuarentonas de Caetano Veloso. Es un trago pesado, nos puede caer mal al otro día, pero al beberlo nos cincela una sonrisa en el medio del rostro.

El disco en cuestión es Gafieira Universal de 1977, su segundo LP. El mismo cuenta con diez temas de los cuales se destacan: Chega Mais (Imaginei Você Dançando) que abre el disco con guirnaldas y espíritu de carnaval. Al cual siguen Vidigal y Gafieira Universal. Este último, bien podría ser un tema de Travelling Without Moving de Jamiroquai. Rio de Feveiro, pura exitación negra de soul, le canta al fútbol, al carnaval y obviamente a Rio. Dança do Dia, el tema 7, es una samba/funk instrumental con elementos del jazz de Chick Corea y Return To Forever. Casi pegada le sigue Samboreando, otro tema instrumental con sintetizadores, pitos y matracas. Tal vez los dos mejores temas del disco.

La duración total es de 33:04 y tal vez sea, tanto para bien como para mal, demasiado homogéneo. Lo cual le resta un poco de diversidad y por momentos, para el oído poco aguzado, sea algo tedioso. A favor del disco podemos decir que, lo más probable es que no fuese pensado para ser escuchado en su totalidad. Lo fundamental es que nos sirve para acercar a Bs. As., en tiempos de heladas y nieve, una brisa tropical que devuelva un poco de color(inche) a la ciudad.

Advertencia: pueden sonar grasas y anacrónicos como Kool And The Gang y Earth, Wind And Fire. Si no te gusta la música negra, sudada y exuberante no te molestes en buscarlos. Sino andan dando vueltas en el eMule y similares, desde donde podes bajarte su música para fiestas.

Acá les dejó un link para verlos en acción:
http://www.bandablackrio.com/principal.php?page=/videos.php

Publicado originariamente en Malón Literario.

Club Atlético Fernández Fierro


Por Facundo Carmona

Caminar por el Abasto puede ser una experiencia anodina si se la mira con desdén. Sin embargo, sus callejuelas iluminadas por luces trémulas y las bocacalles saturadas de basura y excremento; esconden un bullicioso ecosistema urbano. La pantalla del celular marca 21:25 PM y la poca gente que deambula por la acera son parte de los habitantes multiétnicos del barrio: silenciosos bolivianos de pies pequeños, peruanos bebedores de Inca Cola, paraguayos que discuten entre niños y el penetrante olor a fritura que baja como un alud desde los conventillos. El panorama de tolerancia y hermandad cuchillera se completa con coreanos y rusos que, ahogados en sus balbuceos idiomáticos, miran silenciosos el cuadro disgregado.

Sin embargo el paisaje comienza a variar con el correr de los minutos, los teatros abren sus puertas, en un restaurant de comida hindú dos parejas se sientan a la mesa para saborear el sinsabor de la oriental artimaña culinaria. Las colectividades se van replegando de apoco, abriendo el campo a los primeros visitantes de la noche: intelectuales orgánicos, catequistas de izquierda, hippies kosiuko, hordas de aborigenistas de ciudad que rememoran sus antropológicas vacaciones en el NOA. Hasta que el espectáculo es completado con un par de mods palermitanos: lentes de marco grueso y sacos de cuero que merodean los teatros enclavados en la calle Humahuaca.

En el centro de este gran souffle se encuentra el Club Atlético Fernández Fierro, el remozado galpón donde la Orquesta Típica Fernández Fierro (OTFF) toca regularmente todos los fines de semana. En la entrada se amontonan numerosas parejas y grupos de diversas edades, géneros y nacionalidades. En la fila que conduce a las boleterías, una jovenzuela de pelo azabache, metro sesenta, buenas y prominentes formas habla por celular. Espera a alguien, se impacienta y cede el lugar desconsolada. Sobre sus pechos una constelación de pecas vibran al ritmo de su respiración.

El nombre del lugar es, mínimamente, original. En algún sito se puede leer la definición de Club como “un grupo de personas libremente asociadas, o sociedad, que reúne a un número variable de individuos que coinciden en sus gustos y opiniones artísticos, literarios, políticos, filantrópicos, deportivos, etc., o simplemente en sus deseos de relación social”. ¿El tango aglutinaba a las 200 personas que se encontraban ahí?

La respuesta llego a las 23:45 cuando comenzaron a sonar las primeras notas de “Las luces del estadio”, de Jaime Roos y “Buenos Aires hora cero”, de Piazzolla un magnífico medley que irrumpió con virulencia en el silenciosos público. Una estampida de elefantes sepultó bajo sus patas al auditorio, que tan solo unos minutos antes se contorsionaba torpemente al ritmo de algunos standars clásicos del género. Sin embargo lo que prosiguió a la danza fue algo completamente diferente: un golpe de knock out directo a la mandíbula, el estremecimiento ante el poder de la música, los golpes en el estómago, las pulsaciones aceleradas. Estos muchachos estaban demoliendo el lugar.

Más allá, el tango tamizado por sus manos tiene la vigor de Mussorgsky, la oscura y profana violencia de La Noche en el Monte Calvo o de ciertos pasajes Cuadros de una Exposición. Pero más acá: una velocidad que actualiza el sonido del género sin recurrir a la ortopedia de la electrónica, demostrando que lo clásico puede irrumpir en lo moderno sin imposturas: sin el peluquín de los jóvenes de ayer y sin la vacuidad sonora de los de hoy.

La OTFF juegan al límite, son un dique a punto de reventar, que se agrieta paulatinamente. Y esto se produce, finalmente, cuando el Chino Laborde sale a cantar, vestido de mujer, “Trenzas”: voz grave, gesto adusto, venas al límite, retumba el escenario. Se va todo al carajo: una cascada de talento y energía, investida por una actitud 100% rocker; sin solemnidad tanguera, sin Silvio ni Copes. Los tangos de OTFF, propios y ajenos, suenan a esta Buenos Aires, no hay guiños al pasado, no hay estridencias gardelianas.

Desde el momento en que suena la primer nota hasta la última, se suspende momentáneamente la historia, las influencias, los covers (después habrá espacio para el análisis y las influencias, que las hay). Actual y contundente es su música, y no nos cansamos de repetir, la propia y la ajena, porque está última borra los copyright, las interpretaciones canónicas y se transforman en únicas.

Al salir la alegría de los asistentes es inmensa. En la calle dos pibes se pelean frente a una chica en chancletas, otro manguea una moneda, hay tranzas fugaces, rupturas y amoríos, mucha velocidad, mucho microondas. La gente se aleja con una sonrisa, tenían la certidumbre de haber de escuchado parte de la ciudad.

310 Fotos


Por Facundo Carmona

El buque arriba 22:30. Es un día idéntico a cualquier otro. Hay que hacer algunos trámites, esperar los bolsos en la cinta mecánica y tratar de conseguir un taxi. En lo posible uno en el cual el chofer no tenga cara de facineroso. Hace calor, está promediando el verano, aunque Buenos Aires sigue semi desértica. Subimos al auto y ella se duerme automáticamente. Los edificios de Catalinas tienen las luces apagadas.

En la mochila la cámara, y en la cámara 310 fotos. 310 fotos ordenadas cronológicamente: con flash, sin flash, de un dedo, del mar, de un negrito, de un edificio encantador, de un mate, de una bandera, de ella, de mí. 310 fotos; algunas anecdóticas, de esas que uno pone en la repisa; otras con una mirada más “profunda”: las cuales uno atesora como muestra de su virtuoso ojo avisor.

Una semana, una quincena o un mes. No importa. Ellas están ahí para atestiguar nuestras vacaciones y celebraciones; y también nuestros accidentes, auditorias, seguros, etcétera. Mera reproductividad técnica al servicio de la memoria. El taxi avanza por Av. Córdoba, el tachero me dice algo sobre el clima, no lo escucho. La cámara me requiere. El tipo intenta un nuevo embate, pero desiste. Sigo mirando fotografías. 310 fotos y ninguna historia. Las fotos zumban por la pantalla LCD y no aflora el relato. Me acuerdo de Aira: “la fotografía no dio un artista que pueda ponerse a la altura de un Picasso o de un Stravinsky o de un Eisenstein. Y no es cuestión de esperar, porque el pasaje (de un simple medio a la expresión) se da en un momento temprano, o no se da nunca”.

También me acuerdo del Walsh de “Fotos” y de las palabras de un profesor sobre la fotografía, la cultura popular y el arte. Lo de siempre. El coche, es uno de esos diminutos e incómodos modelos 2007, se llena de aire de lluvia. El clima se pone un poco más denso, suena un trueno a mi derecha, sobre Palermo. Falta poco, unas seis cuadras. Pienso en Walsh, en la mentada sombra de Borges y el atino de sumergirse en la no fiction. También en las balas y en la pasta de héroe. Todos tienen sus héroes, hasta los intelectuales “comprometidos”.

Sin embargo la fotografía carece de su Walsh. No puede salir del mero periodismo, de la crónica, como tampoco de la publicidad y la anécdota. Acumulación de datos muertos: la nena y el helado, un globo tomado en contra picado y recortado sobre un cielo marmolado (obvio, en blanco y negro), fotos de niños ricos paseando por las ruinas de un ciudad de Oriente. Nuestras vivencias cotidianas retratadas, petrificadas en 10x15, pero jamás narradas.

Llegamos. Pago y le digo al chofer, tendría unos cuarenta y cinco años, algo sobre el aumento de los servicios. El tipo me sonríe y me contesta una boludez, sobre los negros y la policía. Subimos presurosos, tiramos las cosas en el suelo. Pido una pizza, prendo la compu y me pongo a bajar fotos.

JP


"Un hombre nada puede desear a menos que antes comprenda que sólo debe contar consigo mismo; que está solo, abandonado en la tierra en medio de sus infinitas responsabilidades, sin ayuda, sin más propósito que el que él mismo se fija, sin otro destino que el que él mismo se forja en la tierra"

Jean Paul Sartre

Servilletas...



Por Facundo Carmona

Martín abre los ojos con dificultad, le duele la cabeza. Chasquea la boca pastosa, espera que el dormitorio deje de girar, y se levanta de la cama. Sin dispensar una palabra a sus padres que, encorvados sobre la mesa, observan la humeante fuente de ravioles, cruza el living a toda velocidad y se mete en el pequeño baño de servicio; un fuerte retorcijón le recorre la panza. Mantiene la luz apagada, le molesta el reflejo en los ojos, y trata de recordar que hizo la noche anterior.

Algunos fogonazos mnémicos lo ubican en el sótano pop al que había ido con Walter y Marcos: las chicas que repartían caramelos y gajos de naranja en bandejas de cerámica, los tragos multicolores, que por exóticos no lavaban el mal gusto de la boca, un número de teléfono anotado en una servilleta arrugada. Muchas veces pensó en llevar una birome así no tenía que pedir lápiz y papel en la barra, pero había desistido frente al escaso nivel de sus conquistas… No justificaban el implemento. Alguien golpea a la puerta. Es su madre que le pregunta si está bien. “Sí, sí…”, dice Martín. “¿Necesitas algo?”, insistió la madre. “No, ya voy”.

Sale del baño a los tumbos y busca en el jean el número de teléfono. No lo encuentra, lo había quemado a la salida. Era de una estudiante de letras, ávida lectora de Henry Miller. No merecía que la llamen, pensó, una mujer que lee a Miller lleva su vida sexual con el erotismo de una soft porno barata. Y se sentó a la mesa a compartir la cena dominical.

El día estaba oscuro y frío, el receso de invierno le había sacado los partidos y la Facultad. Sin exámenes y Fútbol de Primera la cosa se complica, le había dicho Walter antes de dejarlo en su casa. Recordó la vuelta en el auto de Walter; habían agarrado Sarmiento derecho y en el estéreo sonaba la versión de Años del efímero dúo Calamaro/Prodan. De vez en cuando se detenían para que Marcos vomitara unas pequeñas tortillas verde limón por la ventanilla. A veces no está bueno acordarse de todo, se dijo Martín mientras jugaba con un raviol.

Sin nadie a quien llamar, su novia lo había dejado hacía dos meses y sus amigos se encontraban en el mismo estado de catatonia, recurrió al paliativo del consumo: comprarse discos en el Parque Rivadavia. Por un módico precio podía obtener un placebo efectivo contra la angustia dominical. Y, aunque bien supiera que luego de la primera escucha las cosas volverían a su estado normal, los cuarenta y cinco minutos de tranquilidad que le proponía un cd eran su mejor opción.

Caminó las ocho cuadras que lo separaban del Parque tiritando de frío. Al llegar se detuvo frente a un puesto de libros, desde donde dos gatos atigrados lo miraban con desdén; ojeó algunos hasta que las manos le empezaron a picar. Se alejó sin decir palabra. Pulgas.

Decidió no perder tiempo con la literatura y se dirigió al local de Fermín, que tendría más o menos la edad de sus padres, donde siempre encontraba alguna “joyita” a precio conveniente. Fermín le caía bien pero a veces se ponía un poco pesado tratando de que convencerlo de que lleve sus “joyitas”: viejos discos de rock sinfónico noruegos, trovadores latinoamericanos y demás chucherías musicales. Por suerte, el viejo puestero no estaba, y su lugar era ocupado por su primogénito.

Para Martín, si Fermín era un pesado, su hijo era un auténtico pelotudo. Pelo largo, teñido de negro azabache, piercing en la nariz, Andrés andaba alrededor de los 18 años, y tenía un halo lánguido y pálido que a Martín lo remitía a los retratos de Felipe el Hermoso de España. Con la diferencia de que este príncipe de cara enfermiza gobernaba el boliche de hojalata de su padre acompañado de su novia, una quinceañera dark de pelo violeta y campera de cuero con pins de El Otro Yo. “Hola”, dijo Martín con un esbozo de sonrisa en los labios.

No recibió respuesta alguna de los adolescentes. La pareja no se inmutaba, se besaban desde hace una eternidad. El espectáculo no era del mejor, y si bien trataba de focalizarse en los discos, que pasaban entre sus dedos como carpetas en un fichero, no podía dejar de observar la danza de lenguas rojas recortarse sobre el blanco de sus caras. Un nuevo retorcijón le cortó la panza en dos. Si no salía rápido de ahí iba a tener un grave problema en el pantalón. Agarró un disco a la marchanta, y algo brusco, les dijo: ”Me llevo este”. Los adolescentes se sobresaltaron un poco frente a la presencia fantasmagórica del cliente de cara amarilla y pelo enredado. “Ok”, dijo Andrés; “son 15 pesos”.

Martín metió la mano en los bolsillos, buscando el billete de veinte que le había sobrado de la noche anterior. Pero solo encontró pelusa, dos monedas de 50 centavos y un caramelo cherryliptus. Se fijó en los bolsillos de atrás y en el quinto bolsillo del jean, hasta dar con un triángulo imperfecto. El papelito rosado se había reducido casi en su totalidad, mientras que su margen derecho mostraba los chamuscados resabios del fuego.

Maldice en silencio y levanta la vista hasta cruzarse con la mueca de desprecio que le dispensa Andrés parapetado detrás del mostrador. Un silencio incómodo sobrevuela a los tres. Martín le pide que se lo reserve, que va a volver. Extrañamente se siente en deuda con la pareja. Vuelve a su casa y se acuesta. Entre las sabanas encuentra la servilleta, en ella un número y un nombre escritos en birome violeta. Levanta el tubo y llama…